La musa

Sucedió durante la hora dorada de Hungarian, que empieza en algún momento entre las 19:16 y las 20:27 cada noche. Es entonces cuando el rugido colectivo que llena el local el resto del día se desvanece, dando lugar a tímidos murmullos, que resbalan entre el hipnótico tintineo de las tazas, las cucharillas y los vasos. Entonces comenzó a llorar.

Para reconfortarle, ella le puso la mano en la parte de atrás del cuello, y la deslizó hasta su hombro. El hincó la barbilla entre el omóplato y el cuello de ella. Ella le miró, con cierto desdén, y no dijo nada, se limitó a jugar con el pelo rubio mate de la nuca de él como si tocase el harpa. Le sostuvo, porque el no parecía capaz de sostenerse.

Llevaban desde alrededor de las cinco de la tarde en la esquina del fondo a la izquierda de la Hungarian Pastry Shop (Pasterlería Húngara).

Seguramente habían salido del campus de Columbia minutos antes, atravesado las puertas majestuosas sobre la Avenida Ámsterdam, doblado a la derecha para andar en dirección sur, cuesta abajo, mientras la brisa fría de noviembre les raspaba la cara. Debieron de haber dejado de lado los pavos reales que merodean la decadente Catedral de San Juan Divino, de estilo neogótico, y cruzado la calle 111, la más arbolada del barrio, justo antes de llegar a su destino a la derecha, para bailar alrededor de las mesas para fumadores del frío, gris y destartalado porche antes de entrar.

Él se había abierto paso con confianza, liderando el grupo de cinco estudiantes de cine del que ambos formaban parte. Habían pedido, sin perderse en la inmensidad de la selección de tartas, de tiramisú a pasta de albaricoque detrás del mostrador de cristal, como se pierden la mayoría de los clientes primerizos de Hungarian. Ella había dicho que se quedaban, y había agarrado los recibos verdes que la camarera les alcanzó. El les guió, de nuevo, a las profundidades del local. Ella le había seguido, felina, mirando directamente a los ojos de aquellos que se atrevían a observala. Él juntó tres de las mesas cojas. Esparcieron sus ordenadores, sus libros, sus cuadernos y sus lápices, esperando a que llegasen el té, la tarta de limón y la Coca Cola Light.

El grupo había hablado durante más de tres hora sobre algo que no pude oír. Claramente, cosas de la universidad. Claramente, cosas de cine. Entonces los otros tres estudiantes se habían marchado, justo al comienzo de la hora dorada, dejándoles a los dos solos.

Silenciosos, misteriosos, conectados químicamente, se iban acercando. Hasta que no estuvieron lo suficientemente cerca, él no empezó a derretirse. Ella tenía un pelo agresivamente negro, que le bajaba por la espalda como una enredadera, y llevaba un vestido igual de negro, que dejaba al descubierto un buen pedazo de su tostada espalda. Se mantuvo inmutable, consolándole. Controlándole. Cuando él despegó la cabeza de su hombro, cuando separó su barba de dos días de la cara de ella, ella se deslizó hacia atrás. Apoyó la cabeza contra la línea que marca la frontera entre el rojo cálido que cubre un tercio de la espalda y el resto, un blanco convencional. Sus piernas permanecían a escasos centímetros de las rodillas de él. Él se levantó, respiró con fuerza y cogió de nuevo el boli. No le había dado un sorbo a la Coca Cola.

Durante la hora dorada –que dura unos 180 minutos, hasta que el lugar cierra- el coqueto espacio de la Pastelería Húngara, descrita por New York Magazine como “el local de encuentro de facto para estudiantes hiperliterarios y escritores del Norte de Nueva York desde que Kennedy estaba en la Casa Blanca”, toma el control sobre sus clientes.

Quizá sean los cuadros naïve, de colores y líneas cálidas, a lo Mattise, que cuelgan de las paredes; tal vez la iluminación  lánguida, presente solo junto a las mesas de los lados de la alargada cafetería; o puede que el olor quirúrgico, nihilista del vapor, roto solo por las ocasionales brisas de café hirviendo; o las sillas rígidas de madera; o la caja registradora retro; o la escasez de música, la sobreabundancia de libros (Sartre, Ginsberg, Noam Chomsky); tal vez la rejuvenecedora ausencia de conexión a internet. El aire se vuelve hipnótico. La gente piensa menos, siente más. Las diminutas camareras etíopes, normalmente ocupadas, eficientes, a un paso de la mala educación, se sientan a leer el New Yorker y The Nation. Incluso sonríen. Y pasan cosas mágicas:

El pasado miércoles, una andrógina estudiante de escritura creativa rompió a llorar frente a su profesor barítono, y a darle golpes con su frágil puño a  la mesa que les separaba. Las cejas del profesor ni se arquearon. Sé que tengo el potencial para escribir obras maestras, le sollozó ella, pero no estoy preparada para las críticas destructivas. Él la miró estoico, como el loquero de loqueros interpretado por Peter Bogdanovich en Los Soprano, y le dijo no sé qué mierda darwinista sobre ser más fuerte que los demás.

Un día más tarde, un intelectual sudoroso que parecía más bien un pirata informático trató de seducir a una chica confundida, contándole todo tipo de detalles sobre las traducciones del Viejo Testamento en las que estaba trabajando.  Había pasado tres horas en silencio –la calma antes de la tormenta- leyendo textos en arameo, y cuando ella osó preguntarle qué hacía, habló con pasión, sin pausa, durante 40 minutos sobre el impacto que su obra tendría en la teología moderna. Ella debe de seguir petrificada.

Se dicen menos cosas una vez que la Hungarian Pastry Shop se convierte en esa Hungarian Pastry Shop tan maravillosamente capturada por Woody Allen en Maridos y Mujeres. Las mesas, antes llenas de grupos de estudiantes o familias con hijos, se tornan de pronto confines para grupos más pequeños. Hay, sobre todo, parejas: Parejas de adictos al azúcar, de adictos al trabajo, parejas adictas a no mirarse, parejas que no se conocen; parejas que se devoran con los ojos mientras devoran milhojas, tartas de chocolate. Parejas de judíos y blancas, de rubias y negros. Parejas gay. Parejas de yuppies de Wall Street. Parejas adictas a la envidia que otras parejas les generan. Y hay también escritores solitarios, los más envidiosos; los más envidiados.

De nuevo en la esquina del fondo a la izquierda, él siguió con su trabajo, y ella no dejó de interrumpirle, con precisión suiza. ¿Puedo cargar mi teléfono? ¿Has cargado el tuyo? Voy al baño.

El lavabo de  Hungarian es pequeño, mal iluminado y carente de ventilación. Uno tiende a suponer que eso obligaría a la gente a evacuarlo tan pronto como vieran resueltas sus necesidades anatómicas. Y sin embargo, los clientes tienden a pasar cantidades ingentes de tiempo en él. Es un misterio, por lo menos hasta que uno se adentra en él: las paredes están cubiertas de apresurados haikus, furiosos poemas y encendidos tratados políticos o estéticos. Un poco de Gaza por aquí, una dosis de 99% por allá, y sobre todo arte. “Tom Waits le da una patada a Bob Dylan en su culo viejo y gruñón”, lee uno.  Cuesta no especular sobre cómo se concibieron esos tweets anónimos llenos de sabiduría, destellos de imaginación flotando en ese cubículo maloliente, de 4 metros cuadrados, impulsados por la presión de otro poeta enfadado aporreando la puerta.

De nuevo perdió él la concentración. Su cara se arrugaba, sus manos apretaban el lápiz con fuerza. Y sin embargo, le regalaba la mejor de sus sonrisas postizas cada vez que  ella regresaba del baño, para sentarse en frente de él.

Alguien le llamó por teléfono a ella. Cogió con cara avinagrada. Rocoso acento libanés. Pobre gramática. Voz sexy. ¿Qué pasa? ¿Qué? ¿Qué? No vamos a venir, ¿eh? ¿ah? No vamos a juntarnos con vosotros. Colgó. No se cruzaron palabra, un aire de reproche atravesaba la mesa.

Volvió a trabajar. Justo cuando se sumergió de nuevo en la escritura, ella le agarró la nariz y dejó su mano allí hasta que él la besó. Él levantó la cabeza, y ella le sonrió, y volvió a hacer probablemente nada. Él continuó disperso, confundido, dominado, perdida la inspiración, la brutalidad del amor más presente que nunca.

Él era estiloso, y su mano izquierda agarraba el cuaderno de la forma en la que Leonardo esculpiría una mano agarrando un cuaderno, su brazo derecho descansando sobre la silla de al lado. Parecía frágil. Ella era más austera en el vestir, más feroz y mediterránea en sus movimientos, menos femenina que él.

Ahora él parecía sufrir físicamente, apretando con rabia los dientes. Ella, en cambio, permanecía pacífica, maquiavélica.

Y entonces él la miró, patético, y le pidió ayuda. Ella sonrió triunfante, caminó alrededor de la mesa y se sentó en su rodilla. Habló él.

-Básicamente, es una situación en la que el hombre quiere a una mujer, pero ella no quiere sometérsele con tanta facilidad

-¿Y qué hace él entonces?

-Bueno… No sé. La idea es la frustración, y tengo que desarrollar eso: esa frustración. Es solo una idea, pero este no soy yo… Lo tengo que preparar, lo tengo que desarrollar.

-Bueno, es muy perverso. Ella es muy perversa. Pero es un poco demasiado literal.

-¡Es solo un guión! El primer borrador. Por supuesto que es literal.

Él tragó el silencio de ella.

-Necesito algo… Algo poco ortodoxo.

-¿Sabes qué tienes que hacer? Haz que ella le quiera un poco también.

-Eso está bien. Está muy bien.

Y entonces sucedió de nuevo. Esta vez, fueron solo unas pocas lágrimas gordas, saladas. Ella se percató antes de que llegasen a la mejilla de él. Quizá antes de que él se percatase.

Me cuentan que sigue trabajando en el guión. Que, de momento, es muy bueno.

*Este texto es una traducción del orginial en inglés, que escribí para una de las mejores asignaturas que he dado en mi vida: Escritura Narrativa, en la Escuela de Periodismo de Columbia.

Palabras que encienden, canciones que queman

Esa noche hablaba en mi facultad Bob Woodward. Para los que no hayan hecho ya una reverencia ante la pantalla, Woodward es al periodismo de investigación lo que Fosbury al salto de altura: el hombre que lo cambió todo, el que todos queremos ser. Junto con su compañero en la redacción de The Washington Post, Carl Bernstein, Woodward destapó el escándalo de las escuchas que miembros de la campaña para la reelección del entonces presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, llevaron a cabo durante la convención del partido Demócrata que eligiría al candidato opositor a Nixon en las elecciones de 1972. Gracias a Bernstein y Woodward sabemos hoy que ayudantes de Nixon plantaron micrófonos en habitaciones del complejo de apartamentos Watergate, en Washington, en el que se alojaban la mayoría de sus rivales demócratas. El asunto terminó con la dimisión de Nixon en 1974, la primera y hasta la fecha última vez que un Presidente estadounidense abandonaba su cargo sin mediar unas elecciones o un asesinato. Aquel trabajo periodístico, publicado a modo de serie en las páginas de The Washington Post es quizá el más famoso de la historia de la profesión y es conocido por el nombre del edificio de las escuchas: el Watergate.

Hablaba Woodward, y no se hablaba en la facultad de otra cosa. Carteles con su foto pegados por más paredes de las que uno hubiera podido imaginar que existieran en todo el edificio, profesores que contaban lo que supuso el Watergate para ellos -la famosa frase de «siga el dinero» como mantra todavía válido de cualquier buen trabajo de investigación; la importancia de cultivar las fuentes, de respetar su confidencialidad, del editor o redactor jefe- compañeros de clase haciendo malabarismos con sus horarios para no perdérselo.
Y yo no fui.

Aunque no se lo había contado casi a nadie, lo tenía decidido hacía ya días: Había otra charla, mucho menos publicitada, glamurosa e imprescindible que la de Woodward, que me apetecía cien veces más: una mesa redonda con Slavoj Žižek, el pensador más sexy del momento.

Žižek, esloveno de 63 años, es un tipo feo, de barba poblada, barriga cervecera y con un notorio desprecio de las normas de etiqueta. Habla un inglés impecable desde el punto de vista sintáctico y gramatical, y abominable en su pronunciación. (Uno no puede resistir la tentación de imaginárselo practicando «cómo no pronunciar» las cosas, puesto que su acento -ríanse de Chiquito de la Calzada- es una parte fundamental de su personalidad pública). En los cientos de vídeos, «de culto», que circulan de sus charlas en youtube, viste casi siempre camisetas más propias de un concierto de heavy metal que del ámbito académico.

La cita parecía hecha a medida para él, un orador explosivo que se crece ante los ataques de sus interlocutores, hasta el punto de que si esos no existen, se los suele inventar. Aquella noche, ante un abarrotado salón de actos de la Escuela de Asuntos Internacionales de Columbia, se había citado con tres personas de diferentes sensibilidades de izquierda, el profesor de literatura clásica y miembro del partido griego Syriza, Stathis Gourgouris, y los también literatos Lydia Liu, la voz del maoísmo en la sala, y Bruce Robbins, de una izquierda tranquila, demócrata, moderada y pragmática, una de las víctimas preferidas de los voraces ataques del pensador esloveno. Y no defraudó.
Pasados cinco minutos de su primera intervención, entre los violentos gestos con los que acompaña su dicción gótica y que le dan a sus discursos un aire brutal de concierto de Bach, Žižek estaba anunciando que se acercaba el final de lo que iba decir. Tenía cierta lógica, puesto que no se trataba de un monólogo, sino de una mesa redonda abierta a preguntas que iba a durar dos horas. Pero era mentira: Žižek habló, sin parar, sin parar de decir que iba a parar ya, durante casi hora y media.

Žižek es un autor más prolífico que Woody Allen, y, sin duda, un disidente sin remedio. Crecido en la Yugoslavia de Tito, se formó en la reacción ante la política y la cultura balcánicas, obsesionado con el cine de Hollywood y la cultura occidental y anglosajona. El régimen sospechaba de su falta de comunismo, por lo que le fue negada la posibilidad de dar clases en la universidad de Liubliana. Eso le permitió centrarse en la investigación, y desarrollar sus estudios de filosofía y psicoanálisis. Žižek llegó a presentarse a las elecciones eslovenas, como candidato liberal-demócrata, aunque reconoció después que lo hizo para desmontar la alianza estratégica de la mayoría conservadora de nacionalistas y ex comunistas, facciones ambas que aborrece.

Žižek, que ha sido profesor en una decena de universidades americanas, incluída Columbia, es para muchos un antifilósofo, porque prefiere las referencias a la cultura popular y los chistes verdes al lenguaje grandilocuente al que acostumbran a recurrir los pensadores académicos.

En el mundo actual Žižek se sitúa en una posición de neomarxista –nótese que su marxismo crece conforme la hegemonía del pensamiento de Marx se evapora, en su país natal y en el mundo en general- hegeliano, azote del capitalismo, la democracia representativa -«el problema es que cuando votamos no elegimos quién es dueño de qué»-, y también del comunismo clásico –“no podemos pretender regresar a un mundo ideal que nunca existió”-. Žižek hace una enmienda a la totalidad del sistema, del poder, del pensamiento y la dialéctica que gobiernan el mundo contemporáneo.

Escuchar a Žižek es recibir un refrescante chorro de agua fresca intelectual, por mucho que se suba los mocos con rabia cuando habla y con más rabia aún cuando otros le responden o le preguntan, aunque sea tan radical en su cuestionamiento de todo que a veces de la sensación de que no plantea nada a cambio. -«Necesitamos tiempo”, dice con urgencia cuando se le presiona sobre esa escasez de propuestas concretas de movimientos como el de los Indignados o el Occupy Wall Street-.

El público, en su mayoría estudiantes, se retorcía a menudo en sus asientos, incómodo por lo complejo y visceral del mensaje de Žižek, absolutamente inclasificable. Žižek colorea sus intervenciones con expresiones del tipo “orgasmo intelectual” o comentarios escatológicos o sexuales, que casi siempre logran la carcajada popular. Fervientemente antirracista, Žižek se divierte incluso con los chistes que se mofan de las distintas nacionalidades de los Balcanes. Uno de sus favoritos, que no recitó el otro día en Columbia dice así: “Los montenegrinos tienen fama de vagos. ¿Sabe cómo se masturba un montenegrino? Cava un hoyo en la tierra, mete el pene y espera a que haya un terremoto”.

Cuando da la sensación de que se aproxima a una salida fácil, Žižek acelera, la deja atrás y le hace un corte de mangas. Quizá por eso se refiriese a Hegel, sobre el que ha escrito un monumental volumen, como «mi amor», con un deje sentimental que choca con estruendo con su hablar rabioso y sin concesiones. -El verdadero «amor» de Žižek no es otro que su segunda mujer, una modelo de ropa interior argentina que tiene 30 años menos que él, y a la que Žižek se ha referido en más de una entrevista como, “esa puta que va por ahí diciendo que es mi esposa”. Sobre sus dos hijos, que tienen 35 y 10 años, Žižek dice que no pretendía concebirlos, para acto seguido declarar su amor loco por ellos.

En una entrevista publicada en The Guardian en junio de este año la autora se pregunta en el subtítulo: ¿Es Žižek un genio con las repuestas para la crisis financiera? ¿o el Borat de la filosofía? Como dijo la otra noche el propio Žižek, que dejó entrever que en las elecciones recién pasadas votaría por Obama, “por qué elegir? Hay quienes me sitúan, para criticarme, entre la posición de quien predica el inmovilismo crítico, quien espera una revolución violenta, y el pragmático que cree en el cambio desde dentro del poder. Yo les digo, ¿por qué elegir?”

Aunque a buen seguro, volviendo a su amado Hegel y a la importancia del materialismo y las preguntas por encima de las respuestas categóricas, Žižek se siente más cómodo en la piel de Borat que en la de un gurú con salidas a la crisis. Porque Zizek es, casi por encima de todo, un cachondo. Dos pruebas: Cuando un visiblemente confundido Bruce Robbins, el más tierno de los panelistas, se giró para decirle, “¡Pero eso no es lo que pone en su libro!”, Žižek, con una sonrisa, le dijo: “Ah, el libro. No se lo tome demasiado en serio. Lo escribí muy deprisa”.

Y, más, en la última intervención, a respuesta de una oyente que le planteó si no creía que la solución a todos los males es el ecologismo – Žižek no lo cree- terminó diciendo: “Así que no se confunda: la Madre Naturaleza es una puta zorra”. Y se levantó, y se fue.

Terminado el, citando de nuevo a Žižek, orgasmo intelectual de dos horas, me acerqué de nuevo a mi facultad. El campus de Columbia está precioso estos días, sobre todo de noche, cuando los edificios algo horteras pero desde luego majestuosos cobran cierta solera iluminados por los focos, los húmedos pastos están vacíos y radicalmente verdes. Todavía podía ver la mitad de la intervención de Woodward, pero, conforme me acercaba al recibidor desierto de mi facultad, me di cuenta de que no tenía ningún sentido hacerlo. Dejar resonar en mi cabeza el acento de chiste de Žižek, sus bromas de mal gusto, sus afiladas críticas al capitalismo salvaje –y al no salvaje- con el aire fresco acariciándome el cuello resultó un placer irresistible…

… Que duró media hora. Porque no tardaron más en terminar su charla Woodward, y en salir en tromba mis compañeros, con Mustafá a la cabeza.

-¿Tienes las entradas?

-Sí. Y he comprado una botellita de whisky y una de zumo de manzana. Nos bebemos el zumo, rellenamos de whisky y así vamos calentando motores en el metro.

-¡Cojonudo!

Y así nos fuimos. El concierto de Cat Power estaba programado para las 8, y no entramos en Hammersmith Ballroom hasta casi las 9, pero la diva del indie se retrasó, y llegamos justo a tiempo.

Quizá fuera porque el concierto era algo caro para el público que atrae Power, pero el ambiente era algo frío, y así lo fue la primera media hora de concierto. Cat Power que, como casi todos los grandes artistas, ha tenido una vida llena de aristas que su obra ha reflejado, ha dado un giro con su último disco, Sun. Si habitualmente suena a alma rota agitada al viento, su Sun es un disco vitalista, con tono positivo. Y, contra todo pronóstico, funciona casi tan bien como el resto de la discografía de la artista de Georgia.

Power, extraordinariamente tímida, se fue calentando, con la ayuda de lo que fuera que estuviese dentro de la taza de café de la que bebía nerviosamente, y sin ninguna ayuda del público, entre el que los fans se contaban con los dedos de una mano.

Sus temas Cherokee y Manhattan sonaron con fuerza y ritmo, elevándose al fin por encima de los acordes de las guitarras que la flanqueaban, y dejando el espectáculo de luces y proyecciones –algo excesivo- en mera anécdota.

Y por fin, en el tramo final del concierto, desinhibida ya y convencida de su inmenso talento, Power acarició las entrañas con su voz entonando su himno The Greatest, en incluso una versión flamenca. Fue un concierto con arco narrativo, en el que al principio sufrimos por la cantante, después disfrutamos con ella y por último vibramos a su merced, que era lo que habíamos ido a hacer.

Al llegar a casa, tras despedir a Mustafá, me tumbé boca arriba, mirando la fea luz del techo que casi nunca enciendo y me di cuenta de que no había cenado. Ni lo iba a hacer. Estaba agotado: el día había comenzado entrevistando a los familiares de un chico mexicano asesinado cuando salía del trabajo, una actividad de reportero ardua, poco agradecida y desagradable; había continuado escribiendo, con mi compañero Charlie, la noticia, y había terminado escuchando a dos de los personajes más estimulantes del momento –uno por lo que hace pensar; la otra, por lo que hace sentir- y que en el fondo tienen algo en común: su condición de antidivos, a la que cada uno llega por un camino, pero que a los dos les dotan de un carisma abrumador.

Conversación con Zavalita

“El periodismo es un gran camino hacia la literatura”. La frase me impactó por su contenido, que, sin revelar nada nuevo, tuvo la virtud de verbalizar de manera escueta lo que es una impresión de muchos pero no demasiadas veces se ha dicho. Pero me impactó sobre todo por quién me la dijo, y por el escenario en el que fue pronunciada.

Quien me hablaba era Mario Vargas Llosa y lo hacía desde el pomposo y abarrotado ambigú del Metropolitan Opera House, en el receso de la ópera L’Elisir d’Amore, que él había ido a ver con su esposa y yo con mis padres, de visita en Nueva York.

Vestido con un elegante traje azul tenue, camisa blanca y corbata, anudada impecablemente, de un azul algo más vivo, el Nobel de literatura de 2010 tenía un aspecto que evocaba más al aristócrata “de orden” –de un orden corrupto y detestable- que era Fermín, el padre de su álter ego Zavalita en la inolvidable Conversación en la Catedral, que al joven rebelde que un día fue. De aquel hombre solo quedaba la barba blanca de dos días –“¡Cómo me ha pinchado al darme dos besos”!, se rió mi madre después de que lo despidiéramos-, que le asomaba, irregular, en unos caídos mofletes. Aunque probablemente aquello fuera el resultado de un descuido, más que una decisión estética, en cualquier caso equivocada.

Reconozco que me abruma la vehemencia que los conversos suelen tener a la hora de sostener convicciones que están en las antípodas de lo que ellos mismos un día defendieron. La ideología de Vargas Llosa tiene mucho de contraria a lo que opinamos Zavalita y yo, y resulta incómodo que alguien a quien admiro casi más que a nadie, tenga tan notorias opiniones que repudio. Leer algunos de sus artículos de opinión –sin ir más lejos, el último, en el que llamaba a la felizmente retirada Esperanza Aguirre “Juana de Arco liberal”-, o verle significarse en favor de personajes como Rosa Díez, me produce un escalofrío similar al que tuve cuando vi a Clint Eastwood y su silla vacía ponerse manifiestamente del lado del partido Republicano más radical, peligroso y anacrónico que ha habido jamás.

Sin embargo, cada línea en la obra literaria de Vargas Llosa, es una lección magistral de forma y contenido; de cuerpo y alma. Sin salir de Conversación en la Catedral –un libro sobre el que él mismo dijo que sería el primero que salvaría del fuego si toda su obra se estuviera quemando- el frenético ritmo en el que se suceden los monólogos interiores, los diálogos en distintos momentos en el tiempo, y la narración polifónica, hacen que fluya la verdad de la novela a través de un texto que funcionaría sin un punto ni una coma.

Conversación en la Catedral es un ejercicio de estilo digno del cineasta hongkonés Wong Kar Wai, pero es mucho más. Es uno de esos pocos libros que exploran hasta las entrañas a tantos personajes, tan diversos, tan complejos, tan frágiles, tan simples, tan despiadados, tan enternecedores, tan peruanos, tan descreídos, tan universales, tan soñadores, que uno pierde algo que ya es suyo cuando pasa la última de sus más de setecientas páginas. Y es, además, una maravillosa clase de historia, un libro que fotografía un clima almidonado, asfixiante y decadente, que, siendo peruano, ha sido de demasiados y demasiadas veces.

Era imposible saber si su terrible, universal curiosidad -cómo se hacía uno periodista, qué era ser periodista, cómo se escribían artículos- era sincera o estratégica, si su coquetería era desinteresada y deportiva o si realmente se había fijado en ti o si tú, como ella a ti, sólo la ayudabas a matar el tiempo. -Conversación en La Catedral

A Vargas Llosa le sorprendió que lo abordásemos,  algo lógico en una ciudad en la que ni las masas ni buena parte de las élites han leído sus libros, y mucho menos lo reconocen físicamente. Tal vez por eso viva en Nueva York, lejos del torrente de admiraciones de amantes de su literatura y de desprecios ad hominen de quienes, a derecha y a izquierda, no coinciden con sus ideas. Sin embargo, superado un primer momento de confusión, fue encantador y atento con nosotros. Me felicitó por estudiar en Columbia, se rió con las referencias de mi padre a sus novelas, y nos contó con una sonrisa que conoce muy bien Pamplona y los Sanfermines.

Huele a sudor, ají y cebolla, a orines y basura acumulada, y la música de la radiola se mezcla a la voz plural, a rugidos de motores y bocinazos, y llega a los oídos deformada y espesa. Rostros chamuscados, pómulos salientes, ojos adormecidos por la rutina o la indolencia vagabundean entre las mesas, forman racimos junto al mostrador, obstruyen la entrada. Ambrosio acepta el cigarrillo que Santiago le ofrece, fuma, arroja el pucho al suelo y lo entierra con el pie. -Conversación en la Catedral

Después se marchó ante nuestra mirada de embelesamiento, flanqueado por su mujer y otras dos señoras, a seguir viendo la  ópera de Donizeti, que, por cierto, fue conmovedora, con una puesta en escena monumental y unas interpretaciones exquisitas.

Boot Camp

El día que terminó todo, me atreví a hacerlo: desconecté el ordenador de la facultad, recogí los dos vasos de plástico que horas antes estuvieron llenos del café que para entonces ya circulaba por mis riñones, quién sabe si por mi vejiga. Me sequé el sudor de la frente. Alguien se había llevado ya las servilletas manchadas de grasa de mis sándwiches. Menudo detalle. Casi me olvido de desconectar mis auriculares del ordenador. Bajé los cinco pisos por las escaleras, pues estaba harto de aquel ascensor, harto en general de los ascensores neoyorquinos, en los que nadie se mira, ni se dice una palabra.

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Salí a la calle y por primera vez me alegré de no vivir en Brooklyn. Esquivé como un zombi a los estudiantes de primero de carrera, que se escondían detrás de los setos para preparar sus primeras gamberradas, y beber tragos de latas de cerveza como quien esnifa rayas de coca, con una gravedad imbécil provocada por las leyes de un país hipócrita, que no les deja beber hasta los 21 años y los manda a matar iraquíes a los 17. Ni se molestaron en tratar de hacerme una broma –supongo que les miré con cara de “ojo, que soy de la Asociación Nacional del Rifle”-.

Atravesé las puertas metálicas del campus como quien sale del Hades, flotando en la barca de Caronte Broadway abajo, hacia mi casa. Creo que alguien me saludó. Sé que no saludé a nadie. Miré el reloj. Las 11. Llevaba 14 horas delante de un monitor, y sin embargo, tenía la culpable tentación de sentarme delante de otro en cuanto pudiera. Y pude enseguida.

Seguía haciendo un calor insoportable, una humedad asfixiante. Abrí la puerta de mi edificio y, esta vez sí, cogí el ascensor. Pitó como un poseso, de manera excesiva, como siempre, cuando llegamos a la planta sexta. Antes de abrir la puerta, miré el móvil. Un mensaje de mi compañera de piso: “Estoy tomando algo con unas amigas en Broadway. ¿Te apuntas?” Contesté que gracias, que no tenía ganas de beber, que estaba cansado. Abrí la puerta de casa y caminé a zancadas hasta la cocina. Cogí un vaso corto, y le eché dos hielos. Me lo llevé a mi habitación, cogí la botella de Glenfiddich, la descorché y cargué bien el vaso. Le pegué un buen trago, y lo volví a cargar.

Bordeé la cama y me senté, ay, delante del ordenador. Mi espalda, harta ya de estar harta, protestó. No le hice ni puto caso. El ordenador se encendió. Di otro buen sorbo al whisky, mientras me levantaba nervioso nervioso de la silla, y cerré el pestillo de mi habitación. Me volví a abalanzar sobre la pantalla del ordenador, no sin antes echar un vistazo a la puerta de mi cuarto, agnóstico de la física de los pestillos, culpable como un adolescente que busca porno en internet por primera vez.

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Y entonces lo hice: entré en ese salvavidas de apátridas que es wordreference.com y tecleé, “boot camp”, pinche en la opción English-Spanish en la pestaña desplegable. Enter. Medio segundo. Me sentí como Winston Smith en 1984 y levanté la vista para darme de bruces con el resultado de mi búsqueda: boot camp n US campamento de entrenamiento de reclutas.

No pude reprimir el respingo, el estupor que provocan algunos versos de Sabina, que hacen de arqueólogos de los recovecos del alma, al nombrarlos mientras los descubren. Quien le hubiera puesto nombre a lo que llevábamos haciendo más de un mes había dado en el clavo.

Empezar un curso universitario a principios de agosto, en una ciudad como Nueva York, es de por sí duro. Hacerlo zambulléndose sin flotador en las aguas revueltas de las tecnologías desconocidas de la edición de fotografía y de audio, de la radio y los el multimedia, se antoja estoico. Pretender que mientras a uno le enseñan algo que jamás se planteó aprender salga de la experiencia un producto digno, hecho por uno mismo y con estándares de calidad profesionales es utópico, si no suicida.

Y sin embargo lo habíamos hecho. A través de un “boot camp”, de cuatro semanas en las que nos obligaron a deslizarnos por la delgada línea roja de las escasas horas de sueño, la exigencia ímproba y la presión incesante, habíamos logrado aprender a manejar medios que nos eran ajenos, y por el camino, dejado como miguitas de pan en forma de historias, dos de radio y una multimedia, que paso a compartir:

Hace un par de semanas, pasé uno de mis mejores días desde que estoy en Nueva York, y lo hice sin salir de Harlem. Quedé a comer con mi compañera Kimberly, una chica hilarante, con una sonrisa incomprensiblemente perenne y que trabajó como productora del programa de su Majestad Oprah Winfrey. Fuimos a Kiné, un restaurante senegalés de verdad, con comida hecha por senegaleses y para senegaleses. Está en la calle 116, en el corazón de Harlem. Era el único blanco (Kimberly es color tizón) en el restaurante aquella tarde, y en el resto de mesas había familias enteras vestidas con túnicas de colores que no sabía ni que existieran, y varios imanes de mezquitas adyacentes. En la televisión, quizá por tratarse de los últimos días del ramadán, había imágenes de la Meca, rebosante, en directo, acompañadas por unos comentarios en un francés con acento de Dakar. ¿La comida? Abundante, deliciosa, con platos picantes que mezclaban el cordero con el pescado blanco y las patatas, y, sobre todo, ridículamente barata: comimos los dos, con postre, por menos de 20 dólares.

Y después nos fuimos a buscar historias, que es lo que dicen que hacen los periodistas, una decena de calles arriba. Esa tarde, nos habían dicho, tenía lugar el festival llamado Harlem Week, así que nos separamos y buscamos gente a la que entrevistar, para hacer un perfil. A mí me quedó así:

Un par de días después me tocaba hacer lo que en la radio americana llaman una “postal”, una suerte de reportaje en el que se transmite a través del sonido ambiente y las entrevistas cómo es un lugar. Yo escogí una tienda de Harlem en la que reparan bicis viejas, estilo vintage, y las ponen en marcha. El lugar es regentado por un tipo ruso que vino a Estados Unidos para hacer un doctorado en matemáticas, y ahora es de lo más feliz entre la grasa de las ruedas y los manillares de las bicis que compra por casi nada y vende por un precio razonable. Un tipo de lo más interesante. Mi compañero Danés Sune, me ayudó con la introducción del reportaje.

Y, por último, la guinda del pastel. La historia que me pasé 14 horas editando antes de descubrir, como un pecador, qué era aquello del “boot camp”: el audioslideshow, o pase de diapositivas con sonido, que en este caso hice sobre una mujer mexicana que fabrica violines y violas da gamba, en su propia casa, un edén de tranquilidad,  trabajo artesanal y música.

Os dejo con Gabriela:

Behind the Notes from Alvaro Guzman Bastida on Vimeo.

Dos conciertos, un mismo (y genial) escenario

El Webster Hall es uno de esos lugares en los que la música adquiere otra dimensión, casi física. Hay algo en su estructura, en la construcción del local, incrustado entre los edificios viejos de la calle estrecha calle 11, en Manhattan, que lo convierten en una caja de resonancia casi perfecta, donde la buena música suena mejor. Pegar la espalda contra la pared opuesta al escenario de la coqueta sala, situada a en la frontera occidental  del siempre animado East Village, hace que a uno le suban los golpes de batería por las cervicales, le vibren los riñones con cada acorde de guitarra eléctrica, se le llene el pecho de notas sostenidas, de punteos, de baquetazos.

En las últimas dos semanas, he tenido la suerte de vivir esa experiencia dos veces, en sendos conciertos de rock, la especialidad del Webster. En ambos casos me acompañó Amanda, la chica con la que vivo.

Primero vimos al grupo londinense Bombay Bicycle Club, que hacen un rock algo gamberro, salteado de influencias de folk, y que, como suele ser el caso con las bandas británicas, tienen un directo maravilloso.

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El concierto, un lunes por la noche, empezó con la floja actuación de los teloneros, los canadienses Plants and Animals, y se fue calentando hasta hacer vibrar, literalmente, el suelo y las paredes del Webster, un local construido a finales del XIX como espacio para espectáculos “por encargo” y que los primeros años de su existencia fue el lugar de reunión favorito de grupos anarquistas y comunistas en Nueva York.

Los Bombay, menos conocidos a este lado del Atlántico que en las islas británicas, tienen el dudoso honor de haber formado parte de la banda sonora de la saga de películas vampirescas Twilight. Tal vez por eso gran parte del público que se dio cita para verlos no estuvo a la altura de la calidad musical del joven cuarteto inglés. Sobraban alcohol –o gente incapaz de controlarse tras ingerirlo- codazos, gritos y superficialidad.

Sin embargo, los Bombay, liderados por el monumental vocalista Jack Steadman le dieron un golpe de tuerca a sus éxitos, de por sí originales. Tiene Steadman la rara virtud de sonar diferente dentro del mundo del rock indie, en el que la mayoría de los cantantes se imitan y acaban pareciendo todos el mismo. Su voz, frágil y llena de matices, es sostenida por el muy correcto batería Suren de Saram y, sobre todo por el talentoso guitarrista Jamie MacColl, cuyos dedos entran donde las cuerdas vocales de Steadman no pueden llegar.

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Los Bombay sonaron impecables casi toda la noche, pero guardaron la artillería pesada para el final, cuando tocaron sus éxitos Shuffle y, sobre todo, Always like this, que se extendió durante más de ocho minutos, en los que el líder del grupo tocó hasta cinco instrumentos diferentes, algunos tan exóticos para una banda de rock como una gaita escocesa o un trombón.

El Webster, que se quemó varias veces a principios del siglo pasado, fue durante lustros testigo de fiestas hedonistas de bohemios neoyorkinos y se asentó como sala de conciertos en los años 50 y 60. Por su escenario pasaron verdaderos mitos como Pete Seeger, Elvis Presley, Ray Charles of Frank Sinatra, y más tarde Eric Clapton o los Guns N’ Roses.

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Tras múltiples remodelaciones, el local se divide ahora en dos salas, una que opera casi todas las noches como discoteca y otra, muy parecida al Teatro Apolo, en Barcelona, o al londinense Koko, que alberga varios conciertos a la semana, casi siempre de grupos de rock indie, que tienen al Webster como una de sus salas de conciertos preferidas en todo el país.

Dos semanas después de ver a los divertidos Bombay Bicycle Club, Amanda y yo volvimos al Webster el sábado pasado, para presenciar un concierto del grupo de Nueva Jersey Real Estate, que este año repitieron en el cada vez más prestigioso festival Primavera Sound, en Barcelona.

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El estilo de Real Estate tiene poco que ver con el de Bombay Bicycle Club. Donde los segundos forjan su éxito en el eclecticismo y la compleja voz de su cantante, el grupo de Nueva Jersey brilla en la sencillez, en el minimalismo de un rock construido a base de cuatro pinceladas impresionistas.

No parecía estar del todo bien ajustado el sonido cuando abrieron el concierto con uno de sus temas más reconocibles, el hipnotizante Easy. Al cantante, de por sí la pieza más floja del trío, casi no se le escuchaba, algo que los técnicos de sonido tardaron varias canciones en resolver.

Para rematar la confusión, subía hacia los gallineros del Webster un profundo olor a marihuana, algo inaudito en una ciudad en la que fumar tabaco en el recintos cubiertos (incluso en la propia casa) es pecado mortal. “Ese tío está jugando con fuego”, se le oyó decir a alguien, mientras el personal de seguridad correteaba por la sala, olfateando como sabuesos en busca del porrero inconsciente. Alguien debió de avisarle, porque el inconfundible olor, que no falla a la hora de provocar sonrisas, sobre todo entre quienes nunca fuman. se esfumó, y con él se fueron, resignados, derrotados, los “seguratas”. Pero el concierto seguía.

No es difícil adivinar que los componentes de Real Estate son nativos de la costa este estadounidense, con su aspecto de niños empollones con atuendos insulsos, hombros caídos y tímidos flequillos. Sin embargo, si uno cierra los ojos y se deja llevar por su rock, entre surf y psicodélico, el subconsciente le transporta más bien a la cálida y tranquila california.

El directo sin duda no es el fuerte de Real Estate, a los que les falta algo de carisma en el escenario. Adolecen de falta de química, y no terminan de alcanzar la fabulosa sincronización que hace de sus melodías pendulares algo extraordinariamente agradable cuando se escuchan en disco, a ser posible completo y de manera secuencial. Su productor debe de ser un genio.

Sin embargo, agarrados sobre todo al batería Jackson Pollis, recién llegado al grupo, dieron una actuación más que digna en el Webster, que terminó cantando a coro el estribillo de la canción más conocida del grupo, que da título a su último álbum, It’s Real. Dicen que en el Primavera sonaron mejor.

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De Nueva York a Perú, pasando por Terrasa

Primer partido de fútbol en Nueva York. Me visto antes de salir de casa. Ponerme la camiseta de Xavi Hernández tiene para mí un formidable valor simbólico, romántico, de declaración de intenciones estética, como los posters de la habitación de una adolescente.

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Y resulta que, al menos en Nueva York, llevar el nombre del gran ideólogo (hay mejores brazos ejecutores, ninguna cabeza pensante se le asemeja) del fútbol del siglo veintiuno le trae a uno sus recompensas, en forma de divertidas anécdotas, y quién sabe si de importantes contactos. Me dispongo a cruzar el segundo y último paso de peatones que me separa del campo en el que he quedado a jugar con unos cuantos de mis compañeros de clase cuando asoma por debajo de mi sobaco la cabeza de un hombre de piel algo morena y rasgos algo “ajaponados”. Me dice, con una mezcla de vergüenza y asombro, mientras me señala la parte de atrás de la camiseta “¿Cavi?”.

Sonrío, consciente de que al hombre, de unos cincuenta años, quizá le extrañe que un tipo de metro noventa y pelo rubio lleve una camiseta que no sea de un jugador de béisbol o de fútbol americano. Aquí la verdadera pasión por el soccer es un terreno reservado a la abundante población latina, a los europeos inmigrantes o de paso y a algún que otro estadounidense snob. E incluso en esos casos las pocas camisetas que se ven son más bien las de las estrellas más mediáticas, excesivas, los Messi, Ronaldo, y, en general, más jugadores de la liga inglesa que de la española.

Resulta que el señor de aspecto de nipón bronceado es en realidad peruano, se llama Jorge, y estudió en la escuela de negocios de Columbia, de la que ahora es asesor. “Yo decía: ‘¿Qué hará un gringo con una camiseta de un jugador tan bueno’?”, me cuenta un jovial Jorge. Le pregunto dónde queda el campo de Riverside Park, y me dice que me acompañará, que le queda de paso. Aclarada la confusión sobre mi nacionalidad, tan frecuente dado mi escaso parecido físico con Javier Bardem, Rafa Nadal o Ferran Adrià, nos embarcamos en una intensa conversación sobre fútbol, el juego de posesión del Barça y la Selección Española y el papel de Xavi como arteria sobre la que circula un juego tan efectivo como bello.

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Estamos llegando. Antes de despedirse, Jorge me vuelve a felicitar por haber sido aceptado en Columbia, y por mi gusto futbolístico, y me da su tarjeta para que le llame. Está dispuesto a dejarme usar su gimnasio, a presentarme a su esposa, y a ayudarme con lo que me haga falta mientras esté en Nueva York, tanto para mi trabajo periodístico –afirma conocer a muchos periodistas de medios importantes- como para mi vida diaria. Jorge y yo nunca nos hubiéramos conocido de no haber sido por uno de los locos bajitos del balón a los que cantó Serrat y escribió Relaño. El loco bajito de Terrasa, el más cuerdo de todos.

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La magia de la noche de Brooklyn

Ha sido una semana intensa. Mañana empieza la aventura de Columbia y, qué mejor que vivir deprisa los últimos días de verdadero asueto que tendré en los próximos diez meses en Nueva York. Sospecho que mi relación con esta ciudad va a tener mucho de tortuosa. Si lo que he leído sobre mi máster no miente, no voy a disponer de demasiado tiempo libre, y la gran manzana, de por sí seductora, será una especie de matryoshka llena de frutas prohibidas, de tentaciones en forma de conciertos, exposiciones, citas, charlas, proyecciones y fiestas  a los que no podré asistir. Los últimos siete días han sido exactamente lo contrario.

A ello ha ayudado que estuviera en la ciudad mi buen amigo Tyler, un californiano al que conocí mientras hacía un intercambio hace dos años en Pamplona, y que ahora se dedica a la música, mezclando el hip hop de la costa oeste americana con influencias funk, y algo de jazz.

Tyler (de nombre artístico Dapper Dan) es un tipo inquieto y de inmenso talento que había venido a pasar unos días a Nueva York antes de embarcarse en sus dos últimos proyectos: una posible gira por China, donde ha conseguido que se distribuya su primer disco, y su debut como actor en un largometraje, la película de terror Wichita, que tiene como objetivo estrenarse en la próxima edición del festival de Sundance.

Después de una deliciosa cena en el restaurante Isa (gracias de nuevo, New Yorker) mi compañera de piso, Amanda, y yo nos reunimos con Tyler por primera vez el jueves, en la maravillosa azotea del hotel Wythe, en Williamsburg. Un lugar con clase pero sin excesivas pretensiones, el Wythe aprovecha los casi 360 grados de una terraza que se recoge sobre el bar interior situado en la sexta planta de un edificio industrial reconvertido con mucho gusto en hotel de diseño. Con espacio tanto para sentarse como para disfrutar de la muy cuidada música –aquella noche predominaron las versiones funky de clásicos del rock como los Rolling, Elvis o Chuck Berry- todo en la azotea del Wythe gira en torno a lo que se divisa al otro lado del puente de Williamsburg: el imponente skyline de Manhattan.

De día, iluminado cuando ha caído ya el sol, y sobre todo durante la llamada hora dorada, en la que la luz natural echa el último y estéril pulso a los focos eléctricos, hay pocos lugares mejores que el Wythe para repasar una y otra vez la majestuosidad de la sucesión imposible de edificios que se estiran casi con rabia hacia las alturas más remotas. Brooklyn ofrece la perspectiva para ver Manhattan que uno no tiene casi nunca desde la isla más famosa del mundo, donde es común que los árboles tapen el bosque. Y Williamsburg posee el ambiente pausado, distendido, mediterráneo, que tanto se echa de menos por estos lares y con el cual es mucho más fácil disfrutar de la vista.

A Tyler le acompañaba aquella noche su amigo, el DJ John Hamilton, en cuya casa, no muy lejos del Wythe, ha pasado la semana el rapero. Jay es un chico delgado, de lacio pelo corto y una modestia avasalladora, cuya carrera como DJ va viento en popa y que, además, ha estudiado antropología y técnica de sonido en la Universidad de Nueva York.

Después de tomar un cóctel en el Wythe, y de emborracharnos de Manhattan iluminado (“Y todo esto, ¿quién lo paga?”, que diría Josep Pla) nos perdimos por la divertida noche de Williamsburg. Como sucede en Shoreditch/Hackney, en Kreuzberg, o en el Raval (y al contrario que en el masificado Midtown o los sofisticados Meatpacking District o West Village), en los bares de Williamsburg no es infrecuente hacer amigos, o por lo menos compañeros de escapada nocturna. Aquel jueves por la noche, entre ronda y ronda de scotch doble, conocimos a Ben, un grafittero -él se empeñaba en autodenominarse “artista ilegal”- nativo del Upper West Side neoyorquino, y que ha hecho del norte de Brooklyn su campamento base desde el que hace escapadas para manchar de arte ciudades como Barcelona, Detroit, Berlín o la propia Nueva York. “En Williamsburg me siento como en casa”, nos contó. “Aquí se me valora por lo que hago, no por lo que soy. Me admiran más a mí que a los banqueros”.

A Ben le acompañaban su buen amigo Nick, estudiante de derecho, también nativo del Upper West pero de Brooklyn por convicción casi religiosa, y Sophia, una «chica bien» alemana que nunca hubiera conocido a Ben de no haber sido por Couchsurfing, y ahora, gracias a ese revolucionaria manera de viajar, vivía en su casa durante una semana, en una de las paradas del viaje que está realizando en solitario (y sin pagar por el alojamiento) por todo Estados Unidos. “Ben y yo venimos de dos planetas distintos”, nos confesó, empujada quizá por el tequila. “Pero vivir con él está resultando fantástico. Nunca hubiera conocido este Nueva York, siento que estoy viajando de verdad”.

Fue una noche divertida, anárquica, inesperada. La primera de muchas en Williamsburg.

Dos días después, el sábado, repetimos destino: Copa con Tyler en el Wythe para no faltar a las buenas costumbres, y después, la aventura de Brooklyn. Tras dos intentos de entrar en sendas fiestas electrónicas a las que creíamos que podríamos acceder gratis y por las que nos terminaron pidiendo mucho dinero, decidimos optar por un plan alternativo… y que terminó resultando tremendamente divertido.

Preguntando no solo se llega a Roma, sino también al fabuloso bar de cócteles The Narrows, en el relativamente destartalado Este de Williamsburg. Se trata de un lugar de apariencia modesta, algo estrecho y alargado, que no tiene letrero que lo identifique en el exterior. La carta de cócteles es escueta, pero los precios son extraordinariamente bajos para Nueva York (incluso para Brooklyn) y las copas deliciosas. También lo fue la conversación, con dos buenas amigas de Tyler, una francesa, que trabaja en Wall Street, la otra americana, que se gana la vida escribiendo manifiestos «en contra de los banqueros cadiciosos de Wall Street». Son compañeras de piso.

Del Narrows fuimos a casa de las dos últimas apariciones de la noche, más al este de lo que habíamos llegado a estar nunca en Brooklyn, en una zona que linda con Queens. Lo que nos sedujo de la propuesta de caminar casi media hora a las 5 de la madrugada a casa de unas semidesconocidas en lugar de irnos a dormir fue muy simple: Nos prometieron una de las mejores vistas del amanecer sobre el skyline de la Gran Manzana.

Si ver atardecer desde el Wythe resulta sobrecogedor, la luz del amanecer que choca de frente contra los rascacielos, vista desde el Este de Brooklyn, es simplemente mágica. Conforme el ocre de los primeros destellos de sol iba dejando paso a tonos naranja primero, más tarde a rojos cada vez más eléctricos, nos enzarzamos en una conversación extraordinaria, casi física, en la que, iluminados por el reflejo de los cristales de unos edificios que despertaban otro día, resolvimos en petit comité la crisis de Europa, compensamos los desequilibrios del sistema político americano, y arreglamos el mundo en general y solo entonces decidimos que era hora de irse a dormir. Era hora, más bien, de desayunar.

Noche de bebop en el Village

El cocinero Juan Mari Arzak suele contar que le fascina comprobar cómo a su prestigioso (y caro) restaurante se acercan no solo comensales adinerados para quienes cenar allí es un lujo rutinario, sino también, o incluso sobre todo, gente humilde, trabajadores con sueldos modestos, que ahorran para darse un homenaje junto a su familia en torno a uno de los placeres que más disfrutan: la alta cocina.

El Village Vanguard es un lugar en el que sucede algo parecido. Quienes se dan cita allí y pagan los 25 dólares (más una consumición obligatoria) que suele costar la entrada son casi sin excepción fanáticos del jazz. Hay un brillo en los ojos de las señoras de pelos grises y despeinados, sin arreglar, y en los de los chavales tímidos que sueñan ser Miles Davis, mientras bajan en procesión los quince escalones que conducen a la mítica sala.  Asoman la cabeza, como temerosos de que el local esté demasiado lleno, de que no haya sitio para un creyente más en la catedral, y solo parecen respirar cuando se sientan en el salón triangular, con un techo de poco más de dos metros de altura. Las sillas son estrechas, están juntas entre sí, y los camareros desfilan entre ellas muy de vez en cuando. Nadie va al Vanguard para emborracharse, aunque muchos terminen haciéndolo.

El ambiente oscila entre el de un bar de jazz al uso y el de un local de conciertos, una especie de mini auditorio, al que solo tiene sentido ir si uno está dispuesto a vibrar con la música en el sentido más físico de la expresión. Las paredes del zulo que en el fondo es el local reverberan produciendo un sonido tan excepcional que el pianista Jason Moran  ha llegado a llamar al Vanguard “el Carnegie Hall de los bares de jazz”.

El Vanguard, que abrió sus puertas en 1935, ha visto desfilar por su moqueta roja a los más grandes, entre ellos mitos del jazz como Thelonious Monk, Bill Evans o el propio Miles Davis. Estos días (entre el jueves 17 y el domingo 22), el local situado en el corazón del West Village, ha sido el hogar de un pianista al que el New Yorker calificaba como “un auténtico patriarca del Jazz”, el octogenario Barry Harris.

Harris es un habitual del Vanguard, y el viernes, en la segunda de sus cuatro actuaciones este fin de semana, demostró sentirse como pez en el agua en un local con una historia que amilanaría a más de uno. Acompañado por un colosal Ray Drummond en el bajo y el impecable batería Leroy Williams, Harris sorprendió en el arranque del concierto dando paso a un adolescente repeinado, ataviado con un traje de raya diplomática algo arrugado, para que tocase la primera canción. “Se llama Jonathan”, dijo provocando el sonrojo del chico, “pero toca de una manera tan parecida a la mía que le bautizo oficialmente como Barry Harris II”.

Tras cederle la gloria durante un par de minutos a Jonathan, Barry deleitó al público con un concierto de algo más de una hora en el que alternó el los standards del jazz con temas del bebop más retorcido de Charlie Parker (Ornitology sonó como un cuadro de Jackson Pollock), y otros en apariencia algo más livianos, como Nascimento o incluso Isn’t she lovely, de Steve Wonder, sin duda uno de los platos fuertes de la noche. Es en esas canciones menos enrevesadas en las que Barry, un showman nato que acompaña los golpes de tecla con canturreos casi infantiles, busca el favor del público, y le anima a cantar o a dar palmas, siempre de manera contenida y elegante.

Hay pianistas de jazz que se sientan frente al teclado como quien se sube a un potro de tortura, y se enroscan, sacuden los hombros con apariencia de dolor mientras tocan, van pegando respingos en el taburete, y nunca parecen encontrar la postura. Si esos otros pianistas, a menudo brillantes, son Rafa Nadal, Barry Harris es el  Federer del bebop moderno. Hay algo indoloro, etéreo, en sus movimientos. Harris tiene dificultades para caminar, y lo hace despacio, de manera insegura y tosca. Sin embargo, delante del piano se transforma, y deja caer los largos dedos que brotan del traje negro que le quedaría mal a cualquiera sobre las blancas teclas del piano.

Sus canciones son de lenta cocción, y las toca al principio con suma delicadeza, como queriendo seducir a un Drummond que no le quita el ojo de encima. Este preludio de suavidad dura exactamente hasta que el pianista quiere. Harris parece plantear un reto que tanto sus músicos como el público están más que dispuestos a aceptar. Con la espalda relajada,  y moviendo las manos de solo lo necesario, con el resto del cuerpo en relajación, logra tempos imposibles e insospechados, dándole la vuelta a canciones que, por conocidas, resultan aún más novedosas una vez que han pasado por sus manos.

Es el de Harris un bebop clásico, expresionista, que dice tanto como la buena poesía sin necesidad de decir. El jazz que emocionaba a Jack Kerouac y del que una vez escuché decir que lo inventaron los negros para que los blancos no pudiéramos bailarlo. Y Harris lleva una vida entera dedicado no solo a tocarlo, sino a enseñarlo y a ser apóstol de un género que se resiste a morir.

Entre tema y tema, Harris se permite incluso contar algún que otro chiste verde, que suele terminar con las palabras que dan título a la siguiente composición. El último de los chascarrillos, sobre un hombre viejo en un burdel de Barbados, logró la carcajada general cuando Harris aclaró que el señor en cuestión pedía Tea for two. Y una vez más, tocó, casi con timidez primero, con rabia contenida después, y con absoluta anarquía al final, la canción de Vincent Youmans, que hizo famosa Thelonious Monk. “Si Thelonious estuviera vivo, se llamaría Barry Harris”, se le escuchó decir a alguien desde una de las últimas filas. Puede que no exagerase.

El fotógrafo de los abrazos

Si  este blog es algo más que una triste sopa de letras sobre un tema prefabricado por wordpress, el culpable es mi buen amigo Guido Iafigliola. Guido vino a Nueva York hace casi una década, y en el tiempo que estuvo aquí sacó una extraordinaria serie de fotos que se puede disfrutar en su web, y una de las cuales corona la cabecera de mi bitácora. Guido, que nació en Montevideo y ahora se come la vida a bocados en Barcelona, es una suerte de Leonardo moderno, un hombre del Renacimiento, capaz de destacar en multitud de facetas: no solo saca maravillosas fotos, sino que pinta, hace surf o produce música con pasión, delicadeza y talento. Y también se expresa fantásticamente, con la emoción y la clarividencia de su admirado Eduardo Galeano.

Por eso me parece pertinente dejar aquí parte del mensaje que me envió hace un par de días, tras leer mi primera entrada, y que tiene mucho que ver con el espíritu de este blog. Me retiro y les dejo con el maestro:

(…)

Como ex recién llegado a la gran manzana, te entiendo, y se me vinieron a la cabeza muchas imágenes pasadas. Yo nunca había ido a Nueva York cuando llegué para quedarme. Me acuerdo sentir que estaba en el futuro. En un lugar donde todo podía pasar. Y eso me lleno de incertidumbres y me al mismo tiempo me motivo. Y con el tiempo entendí porque era el ombligo del mundo, el «Empire State».
La isla de la fantasía, gigante y minúscula al mismo tiempo. Densidad de población: toda la humanidad conviviendo en 850 kilómetros cuadrados.
Y al igual que otras encantadoras ciudades, te atrapa y te hace suya. Se te esfuma el tiempo caminando por sus calles, tan estrafalarias como familiares. Y uno siente que lo puede encontrar todo. Todo.
Pero como dice mi querido Alfredo:

«No te olvides del pago
si te vas pa’ la ciudad
cuanti más lejos te vayas
más te tenés que acordar..»

(…)

Gracias Guido. Sigue sonriendo.

Declaración de intenciones (con nocturnidad)

No es la primera vez que me voy de casa. Lo hice una tarde soleada de invierno, con doce años, el día que mi padre nos condujo a toda velocidad a mi madre y a mí de Pamplona hasta Barcelona para tratar de ser felices entre todos allí. Pero entonces estaba claro que volveríamos. También lo estaba cuando cambié otra vez Pamplona por la ciudad de Charlotte, en Carolina del Norte, donde pasé un año inolvidable cuando tenía dieciséis, y viví con una familia jamaicana que formará parte de mi vida para siempre. Pero aquello duró un año.
Duró asimismo un año la intensa experiencia de mi intercambio de tercero de carrera, hace solo dos cursos: me fui a Missouri a regañadientes, temiendo que aquello fuera como la película Fargo (lo es), y me dio tiempo a ser feliz, conocer gente inolvidable, enamorarme (¡ay!), a aprender a ser periodista y, tras cuatro intensos meses, conseguir escapar de una ciudad que, pese a todo, me ahogaba. Tras una pirueta formidable, aterricé en Londres, donde no aprendí tanto de periodismo (excepción hecha de unas maravillosas prácticas en The Sunday Times) pero sí viví. Viví mucho, viví deprisa y viví bien. Pero aquello tenía también fecha de caducidad.
Lo curioso es que esta vez, la fecha de caducidad también está ahí. Mi máster de periodismo de revista en Columbia dura diez meses. Mi visado, un año. Punto. ¿Punto?

Desde hace unas semanas, cuando empezó el rosario de despedidas -aderezadas por las resacas de los sanfermines, por el anuncio de que me concedían una beca para pagar mis estudios en Nueva York y por la celebración de mi cumpleaños- me ronda la duda de si esta vez no será diferente. De hasta qué punto esta no es una marcha «definitiva». La verdad es que no puedo saberlo. Pero siento que salto sin red.
Y qué mejor sitio para hacerlo que Nueva York.
Escribo recostado en la cama de una habitación carente todavía de muebles. Pasé siete horas en Ikea Brooklyn el otro día (actividad muy poco apropiada si uno pretende conservar la serenidad de espíritu y la cordura) pero aún no me han entregado lo que compré. Por no tener, no tengo aún ni sábanas, así que llevo unos días durmiendo sobre el colchón por el que la chica suiza que vivía aquí antes de llegar yo me cobró una fortuna. Cuelgan de las paredes un par de pósters de cuadros de Magritte, Liechtenstein y Jackson Pollock que encontré en la tienda de ese maravilloso edén llamado Museum of Modern Art (MOMA) en mi primer día en Nueva York.

Aquel primer día, hace ya cinco, fue extraordinario: Además de hacerme socio del MOMA, y de disfrutar en mi primera visita de una maravillosa colección de arte del siglo XX comparable solo a la de la Tate Modern, en Londres, hice caso de los que sospecho van a ser dos de mis principales brújulas en esta ciudad: el libro Lugares que no quiero compartir con nadie, de Elvira Lindo, y la revista New Yorker. Lindo, que vive a caballo entre Madrid y Nueva York y ha escrito un libro delicioso que funciona mejor que cualquier guía y tiene además gran valor literario –el inicio en la consulta del psiquiatra en Queens es brillante-, me llevó a comer una de las mejores hamburguesas que he probado en mi vida, las del restaurante Shake and Shack junto al Museo de Historia Natural, pegado al lado oeste de Central Park. Bien acompañado de lechuga, tomate y cebolla, el pedazo de carne grueso, tierno, jugoso que sirven en ese restaurante-cadena de montaje, en la esquina de Columbus Avenue y la calle 77, se distingue sobre todo por estar recubierto de pan rallado, crujiente por fuera y crudo por dentro, como si un chuletón de los que nos comemos por mi tierra estuviera además empanado.

Armados de hamburguesas, patatas y refrescos, mis padres –que han venido a despedirse de mí y a ayudarme con la mudanza- mi genial compañera de piso, Amanda y yo corrimos una decena de calles arriba hasta la entrada más cercana a Central Park. No nos fue muy difícil encontrar la zona del parque (tan grande como el estado de Mónaco) que buscábamos: solo tuvimos que seguir a los ríos de gente que, como encantados por un flautista de Hamelín, se acercaban a pasos gigantes hacia el la monumental explanada de la que manaba la música. Era la Orquesta Filarmónica de Nueva York, tocando, ¡gratis!, música de Tchaikovsky y Wagner, dentro del ciclo Concerts in the Parks, que les lleva por los espacios verdes de todos los barrios de la ciudad –desde Brooklyn a Queens- durante una semana cada verano. El New Yorker había vuelto a acertar.

El ambiente aquella noche fue mágico, con varios miles de personas -jóvenes, viejos, ricos, pobres, hispanos, judíos- sentados en sillas traídas de casa, o apoyados en los troncos de árboles milenarios, mientras disfrutaban juntos de una música inigualable, normalmente accesible solo para unos pocos, en el mejor escenario posible, con el skyline de Manhattan en frente de la orquesta.

Mi barrio, Morningside Heights, es el mismo en el que viven cuando están en Nueva York Elvira Lindo y su esposo y también escritor, Antonio Muñoz Molina. Se trata de una curiosa colonia de pisos de estudiantes, restaurancitos, cafeterías y librerías, que orbita como un pequeño sistema solar en torno al astro que es el campus de Columbia, entre el sosegado Upper West Side y el más sabroso y destartalado Harlem. Abundan entonrno a la arteria de la avenida de Broadway, de la que me encuentro a menos de cien metros, impresionantes mercados y tiendas de comida, igual que lo hacen las ferreterías. Además de estudiantes, este es un lugar habitado por familias negras de clase media –el colectivo con más estilo a la hora de vestirse de la ciudad- y un abrumador número de latinos, en especial centroamericanos. Como sucede en todo Estados Unidos, la universidad es aquí mucho más  que un lugar donde se estudia, y todo el barrio está contaminado por el ambiente de respeto, cultura y civismo que parece emanar de Columbia, y eso que todavía no han comenzado las clases.

Es esta una zona agradable para vivir, lo suficientemente pacífica como para dejar tranquila a la madre de cualquiera, y sin embargo relativamente animada de noche, de nuevo por influencia de la universidad.

De noche, sin embargo, conviene tomar el metro y cruzar Manhattan hasta llegar al West Village, lugar de cuento, con casitas bajas, de ladrillo, restaurantes chic y buenos bares de jazz. O mejor aún: tener paciencia y no bajarse del tren hasta Williamsburg, en Brooklyn, refugio de artistas, hipsters, grafiteros, creativos y desclasados. Ya he pasado dos noches por allí, una de ellas en la genial pizzería Roberta’s, un lugar con aroma a East London, a Berlín, o al Raval, en Barcelona, que ocupa un local industrial reconvertido en restaurante pizza-gourmet, y decorado sin ningún dinero ni aparente coherencia –los murales de calaveras y los cristos no parecen muy compatibles, salvo que uno se llame Javier y se apellide Krahe-  y con todo el gusto del mundo. La pizza está buena hasta las lágrimas, la selección musical es fabulosa –con altas dosis de Beck, The Smiths o Wilco- y la clientela tiene estilo y ganas de pasárselo bien. Los chicos de la mesa de al lado, estudiantes de arte e ingeniería (¡vaya mezcla!) nos contaron que en Roberta’s se organizan buenas fiestas los domingos por la tarde, con barbacoa y ambiente «muy Williamsburg». Si es así, volveremos.
Fuera hace un calor asfixiante, gaseoso. No consigo dormir -sospecho que pesa más adrenalina que el Jet Lag- y escucho al otro lado de la puerta los intermitentes estruendos de una ciudad que, es verdad, no parece dormir casi nunca: Cláxones que parecen a punto de quedarse afónicos, sirenas de ambulancias y motores revolucionados de los imponentes camiones que surcan sin descanso este país se mezclan con el hipnótico zumbido del aparato de aire acondicionado.

Ahora entiendo lo que debió sentir Mondrian, cuando, tras mudarse a Nueva York en 1940, le regaló al resto de la humanidad su último cuadro, titulado Broadway Boogie-Woogie.

Recuerdo, mientras me come a bocados el cansancio y sigue sin aparecer el sueño, el consejo que me dio el maestro Marrodán el día que fui a hacer una de mis primeras crónicas, en el Palacio de Justicia de Navarra: Como no has estado nunca en un juicio, aprovéchate de la mirada novedosa que tienes sobre esta realidad. Es lo que puedes aportar. Pienso que, así como nunca podré contar un juicio desde la perspectiva que me daban los ojos vírgenes con los que lo miré aquel primer día, tampoco podré hacerlo con Nueva York: por suerte, ya he visitado esta magnética ciudad en más de una ocasión.

Sin embargo, me viene a la cabeza algo que le escuché decir un día a alguien -creo que al lúcido Josep Ramoneda-: Las grandes urbes contemporáneas tienen interminables capas de profundidad, y descubrirlas es tan complejo como enriquecedor. A estas horas de la madrugada, embriagado por el olor de los sueños neoyorquinos que bañan mi vigilia, soy el más valiente, así que me propongo, querido lector, tratar de penetrar en los próximos meses en el mayor número posible de capas -desde las geográficas a las culturales, pasando por las gastronómicas, las de la vida nocturna, las artes, el deporte o la música- y vivir para contártelo en este humilde blog, que doy por inaugurado. Buenas noches.