Sucedió durante la hora dorada de Hungarian, que empieza en algún momento entre las 19:16 y las 20:27 cada noche. Es entonces cuando el rugido colectivo que llena el local el resto del día se desvanece, dando lugar a tímidos murmullos, que resbalan entre el hipnótico tintineo de las tazas, las cucharillas y los vasos. Entonces comenzó a llorar.
Para reconfortarle, ella le puso la mano en la parte de atrás del cuello, y la deslizó hasta su hombro. El hincó la barbilla entre el omóplato y el cuello de ella. Ella le miró, con cierto desdén, y no dijo nada, se limitó a jugar con el pelo rubio mate de la nuca de él como si tocase el harpa. Le sostuvo, porque el no parecía capaz de sostenerse.
Llevaban desde alrededor de las cinco de la tarde en la esquina del fondo a la izquierda de la Hungarian Pastry Shop (Pasterlería Húngara).
Seguramente habían salido del campus de Columbia minutos antes, atravesado las puertas majestuosas sobre la Avenida Ámsterdam, doblado a la derecha para andar en dirección sur, cuesta abajo, mientras la brisa fría de noviembre les raspaba la cara. Debieron de haber dejado de lado los pavos reales que merodean la decadente Catedral de San Juan Divino, de estilo neogótico, y cruzado la calle 111, la más arbolada del barrio, justo antes de llegar a su destino a la derecha, para bailar alrededor de las mesas para fumadores del frío, gris y destartalado porche antes de entrar.
Él se había abierto paso con confianza, liderando el grupo de cinco estudiantes de cine del que ambos formaban parte. Habían pedido, sin perderse en la inmensidad de la selección de tartas, de tiramisú a pasta de albaricoque detrás del mostrador de cristal, como se pierden la mayoría de los clientes primerizos de Hungarian. Ella había dicho que se quedaban, y había agarrado los recibos verdes que la camarera les alcanzó. El les guió, de nuevo, a las profundidades del local. Ella le había seguido, felina, mirando directamente a los ojos de aquellos que se atrevían a observala. Él juntó tres de las mesas cojas. Esparcieron sus ordenadores, sus libros, sus cuadernos y sus lápices, esperando a que llegasen el té, la tarta de limón y la Coca Cola Light.
El grupo había hablado durante más de tres hora sobre algo que no pude oír. Claramente, cosas de la universidad. Claramente, cosas de cine. Entonces los otros tres estudiantes se habían marchado, justo al comienzo de la hora dorada, dejándoles a los dos solos.
Silenciosos, misteriosos, conectados químicamente, se iban acercando. Hasta que no estuvieron lo suficientemente cerca, él no empezó a derretirse. Ella tenía un pelo agresivamente negro, que le bajaba por la espalda como una enredadera, y llevaba un vestido igual de negro, que dejaba al descubierto un buen pedazo de su tostada espalda. Se mantuvo inmutable, consolándole. Controlándole. Cuando él despegó la cabeza de su hombro, cuando separó su barba de dos días de la cara de ella, ella se deslizó hacia atrás. Apoyó la cabeza contra la línea que marca la frontera entre el rojo cálido que cubre un tercio de la espalda y el resto, un blanco convencional. Sus piernas permanecían a escasos centímetros de las rodillas de él. Él se levantó, respiró con fuerza y cogió de nuevo el boli. No le había dado un sorbo a la Coca Cola.
Durante la hora dorada –que dura unos 180 minutos, hasta que el lugar cierra- el coqueto espacio de la Pastelería Húngara, descrita por New York Magazine como “el local de encuentro de facto para estudiantes hiperliterarios y escritores del Norte de Nueva York desde que Kennedy estaba en la Casa Blanca”, toma el control sobre sus clientes.
Quizá sean los cuadros naïve, de colores y líneas cálidas, a lo Mattise, que cuelgan de las paredes; tal vez la iluminación lánguida, presente solo junto a las mesas de los lados de la alargada cafetería; o puede que el olor quirúrgico, nihilista del vapor, roto solo por las ocasionales brisas de café hirviendo; o las sillas rígidas de madera; o la caja registradora retro; o la escasez de música, la sobreabundancia de libros (Sartre, Ginsberg, Noam Chomsky); tal vez la rejuvenecedora ausencia de conexión a internet. El aire se vuelve hipnótico. La gente piensa menos, siente más. Las diminutas camareras etíopes, normalmente ocupadas, eficientes, a un paso de la mala educación, se sientan a leer el New Yorker y The Nation. Incluso sonríen. Y pasan cosas mágicas:
El pasado miércoles, una andrógina estudiante de escritura creativa rompió a llorar frente a su profesor barítono, y a darle golpes con su frágil puño a la mesa que les separaba. Las cejas del profesor ni se arquearon. Sé que tengo el potencial para escribir obras maestras, le sollozó ella, pero no estoy preparada para las críticas destructivas. Él la miró estoico, como el loquero de loqueros interpretado por Peter Bogdanovich en Los Soprano, y le dijo no sé qué mierda darwinista sobre ser más fuerte que los demás.
Un día más tarde, un intelectual sudoroso que parecía más bien un pirata informático trató de seducir a una chica confundida, contándole todo tipo de detalles sobre las traducciones del Viejo Testamento en las que estaba trabajando. Había pasado tres horas en silencio –la calma antes de la tormenta- leyendo textos en arameo, y cuando ella osó preguntarle qué hacía, habló con pasión, sin pausa, durante 40 minutos sobre el impacto que su obra tendría en la teología moderna. Ella debe de seguir petrificada.
Se dicen menos cosas una vez que la Hungarian Pastry Shop se convierte en esa Hungarian Pastry Shop tan maravillosamente capturada por Woody Allen en Maridos y Mujeres. Las mesas, antes llenas de grupos de estudiantes o familias con hijos, se tornan de pronto confines para grupos más pequeños. Hay, sobre todo, parejas: Parejas de adictos al azúcar, de adictos al trabajo, parejas adictas a no mirarse, parejas que no se conocen; parejas que se devoran con los ojos mientras devoran milhojas, tartas de chocolate. Parejas de judíos y blancas, de rubias y negros. Parejas gay. Parejas de yuppies de Wall Street. Parejas adictas a la envidia que otras parejas les generan. Y hay también escritores solitarios, los más envidiosos; los más envidiados.
De nuevo en la esquina del fondo a la izquierda, él siguió con su trabajo, y ella no dejó de interrumpirle, con precisión suiza. ¿Puedo cargar mi teléfono? ¿Has cargado el tuyo? Voy al baño.
El lavabo de Hungarian es pequeño, mal iluminado y carente de ventilación. Uno tiende a suponer que eso obligaría a la gente a evacuarlo tan pronto como vieran resueltas sus necesidades anatómicas. Y sin embargo, los clientes tienden a pasar cantidades ingentes de tiempo en él. Es un misterio, por lo menos hasta que uno se adentra en él: las paredes están cubiertas de apresurados haikus, furiosos poemas y encendidos tratados políticos o estéticos. Un poco de Gaza por aquí, una dosis de 99% por allá, y sobre todo arte. “Tom Waits le da una patada a Bob Dylan en su culo viejo y gruñón”, lee uno. Cuesta no especular sobre cómo se concibieron esos tweets anónimos llenos de sabiduría, destellos de imaginación flotando en ese cubículo maloliente, de 4 metros cuadrados, impulsados por la presión de otro poeta enfadado aporreando la puerta.
De nuevo perdió él la concentración. Su cara se arrugaba, sus manos apretaban el lápiz con fuerza. Y sin embargo, le regalaba la mejor de sus sonrisas postizas cada vez que ella regresaba del baño, para sentarse en frente de él.
Alguien le llamó por teléfono a ella. Cogió con cara avinagrada. Rocoso acento libanés. Pobre gramática. Voz sexy. ¿Qué pasa? ¿Qué? ¿Qué? No vamos a venir, ¿eh? ¿ah? No vamos a juntarnos con vosotros. Colgó. No se cruzaron palabra, un aire de reproche atravesaba la mesa.
Volvió a trabajar. Justo cuando se sumergió de nuevo en la escritura, ella le agarró la nariz y dejó su mano allí hasta que él la besó. Él levantó la cabeza, y ella le sonrió, y volvió a hacer probablemente nada. Él continuó disperso, confundido, dominado, perdida la inspiración, la brutalidad del amor más presente que nunca.
Él era estiloso, y su mano izquierda agarraba el cuaderno de la forma en la que Leonardo esculpiría una mano agarrando un cuaderno, su brazo derecho descansando sobre la silla de al lado. Parecía frágil. Ella era más austera en el vestir, más feroz y mediterránea en sus movimientos, menos femenina que él.
Ahora él parecía sufrir físicamente, apretando con rabia los dientes. Ella, en cambio, permanecía pacífica, maquiavélica.
Y entonces él la miró, patético, y le pidió ayuda. Ella sonrió triunfante, caminó alrededor de la mesa y se sentó en su rodilla. Habló él.
-Básicamente, es una situación en la que el hombre quiere a una mujer, pero ella no quiere sometérsele con tanta facilidad
-¿Y qué hace él entonces?
-Bueno… No sé. La idea es la frustración, y tengo que desarrollar eso: esa frustración. Es solo una idea, pero este no soy yo… Lo tengo que preparar, lo tengo que desarrollar.
-Bueno, es muy perverso. Ella es muy perversa. Pero es un poco demasiado literal.
-¡Es solo un guión! El primer borrador. Por supuesto que es literal.
Él tragó el silencio de ella.
-Necesito algo… Algo poco ortodoxo.
-¿Sabes qué tienes que hacer? Haz que ella le quiera un poco también.
-Eso está bien. Está muy bien.
Y entonces sucedió de nuevo. Esta vez, fueron solo unas pocas lágrimas gordas, saladas. Ella se percató antes de que llegasen a la mejilla de él. Quizá antes de que él se percatase.
Me cuentan que sigue trabajando en el guión. Que, de momento, es muy bueno.
*Este texto es una traducción del orginial en inglés, que escribí para una de las mejores asignaturas que he dado en mi vida: Escritura Narrativa, en la Escuela de Periodismo de Columbia.