De Nueva York a Perú, pasando por Terrasa

Primer partido de fútbol en Nueva York. Me visto antes de salir de casa. Ponerme la camiseta de Xavi Hernández tiene para mí un formidable valor simbólico, romántico, de declaración de intenciones estética, como los posters de la habitación de una adolescente.

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Y resulta que, al menos en Nueva York, llevar el nombre del gran ideólogo (hay mejores brazos ejecutores, ninguna cabeza pensante se le asemeja) del fútbol del siglo veintiuno le trae a uno sus recompensas, en forma de divertidas anécdotas, y quién sabe si de importantes contactos. Me dispongo a cruzar el segundo y último paso de peatones que me separa del campo en el que he quedado a jugar con unos cuantos de mis compañeros de clase cuando asoma por debajo de mi sobaco la cabeza de un hombre de piel algo morena y rasgos algo “ajaponados”. Me dice, con una mezcla de vergüenza y asombro, mientras me señala la parte de atrás de la camiseta “¿Cavi?”.

Sonrío, consciente de que al hombre, de unos cincuenta años, quizá le extrañe que un tipo de metro noventa y pelo rubio lleve una camiseta que no sea de un jugador de béisbol o de fútbol americano. Aquí la verdadera pasión por el soccer es un terreno reservado a la abundante población latina, a los europeos inmigrantes o de paso y a algún que otro estadounidense snob. E incluso en esos casos las pocas camisetas que se ven son más bien las de las estrellas más mediáticas, excesivas, los Messi, Ronaldo, y, en general, más jugadores de la liga inglesa que de la española.

Resulta que el señor de aspecto de nipón bronceado es en realidad peruano, se llama Jorge, y estudió en la escuela de negocios de Columbia, de la que ahora es asesor. “Yo decía: ‘¿Qué hará un gringo con una camiseta de un jugador tan bueno’?”, me cuenta un jovial Jorge. Le pregunto dónde queda el campo de Riverside Park, y me dice que me acompañará, que le queda de paso. Aclarada la confusión sobre mi nacionalidad, tan frecuente dado mi escaso parecido físico con Javier Bardem, Rafa Nadal o Ferran Adrià, nos embarcamos en una intensa conversación sobre fútbol, el juego de posesión del Barça y la Selección Española y el papel de Xavi como arteria sobre la que circula un juego tan efectivo como bello.

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Estamos llegando. Antes de despedirse, Jorge me vuelve a felicitar por haber sido aceptado en Columbia, y por mi gusto futbolístico, y me da su tarjeta para que le llame. Está dispuesto a dejarme usar su gimnasio, a presentarme a su esposa, y a ayudarme con lo que me haga falta mientras esté en Nueva York, tanto para mi trabajo periodístico –afirma conocer a muchos periodistas de medios importantes- como para mi vida diaria. Jorge y yo nunca nos hubiéramos conocido de no haber sido por uno de los locos bajitos del balón a los que cantó Serrat y escribió Relaño. El loco bajito de Terrasa, el más cuerdo de todos.

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